En casa no había ni un disco, ni un cuadro, ni un puto libro, salvo los de texto. Llegué tarde a la literatura. Todo lo que leí, fuera de “La aurora del saber”, fueron unos edificantes cuentecillos de Constancio C. Vigil.
Mi vecino, el Carlitos Yunán, disponía de dinero para comprar revistas como El pato Donald o el ratón Mickey y me las pasaba. Como empecé a los doce años a trabajar con mi padre en el puesto de verduras de la Feria de Guaymallén, me compraba Rico Tipo, Patoruzú, Mandrake y el Superhombre y con la curiosidad de la adolescencia, conseguí Memorias de una princesa rusa.
Elsa, mi hermana mayor, se casó cuando yo tenía nueve años y ya me había picado el bichito de la música. Durante su compromiso, hice de disyóquey y mi repertorio consistía en corridos, pasodobles, valses, fox-trots, rancheras tangos y sobre todo boleros.
Al igual que el lenguaje, la música es una revelación de la conciencia. Para Aristóteles era el arte que expresa los sentimientos mediante los sonidos. Schopenhauer la consideró voluntad pura.
Su musa es Euterpe. su patrona, Santa Cecilia.
Aunque la notación fue muy tardía, es tan antigua como el hombre mismo. En un poema a Brahms, dice Borges: “Tuyo es el río que huye y que perdura”.
Abstracta o descriptiva, atonal o concreta, llena nuestros días, nos eleva, nos hermana, nos otorga identidad, nos hace sentir buenos.
Eterna y frágil, invisible como aire sonoro, forma parte inseparable del oxígeno que respiramos. Existe en el tiempo. Su argumento es la melodía.
A su través, se figura la naturaleza misma, las altas cumbres, los abismos, las borrascas, los bosques, los ríos, el mar embravecido y el lago plácido. Los sentimientos más diversos. El amor correspondido y el amor atribulado. La añoranza de la infancia, el paraíso recuperado, la nostalgia del amor que no tuvimos y la herida del que perdimos.
La tragedia de la madre que se quedó sin hijo, el desgarramiento de las aporías, el canto triunfal de las victorias, el misterio insondable del universo, la congoja íntima, la arena inconmensurable de la soledad, el regocijo de sentirse puro, la incógnita de la muerte, la presencia inaudita de un Dios, la alegría de estar vivos, la euforia de los frutos bien ganados.
Música clásica, es decir, aquellas construcciones que por valor intrínseco superan la moda, los años, los siglos.
Desde primer grado me destaqué en la clase de música y luego me pusieron en el coro, hasta que fui solista. Se trataba de canciones religiosas, como “Tantum ergo” o “Panis angelicus”. Pero la grande, la mal llamada clásica o académica, la descubrí en un recreo.
Tenía nueve años. El patio ajedrezado del colegio era una pulida llanura de juegos, con una palmera bulliciosa de pájaros que marcaba el límite hacia el convento donde residían los curas. Con un pelotazo sin rumbo destrocé un malvón. Esa pequeña ternura vegetal, que escondí para no ser castigado, dejó mi mano perfumada. Más tarde, ligaría ese recuerdo a la sentencia de Buda: «Sé como el sándalo, que perfuma el hacha del leñador que lo hiere».
Ese perfume, rústico y suave, está conmigo cada vez que escucho la “Pastoral” de Beethoven. Al esconder el malvón desgajado, me retuvo algo desconocido, luminoso y terrible. Nunca llegaré a saber qué era, pero con el tiempo deduje que música clásica ligera.
La pasión por el fútbol en el patio se había espiritualizado. Era otra pasión, mucho más poderosa que no acababa de nacer.
Hasta entonces, había escuchado por la radio: tangos, folklore, fox-trots, rancheras, boleros, valses. Esto era distinto. No tenía un ritmo evidente, machacón. Era algo que expresaba la tristeza y la euforia de la vida con una belleza superior. Con delicadeza y, a la vez, con pasión avasallante. Era un ángel iridiscente, indescriptible. Era un misterio que atraía como el abismo, con dulce vértigo.
El lugar no estaba habilitado para los alumnos. Mis compañeros se cansaron de llamarme y temerosos del castigo, se fueron. Yo no podía. Era irresistible y me acerqué más. Fluía, apenas perceptible, por el altoparlante. Me pegué a la pared. Me daban ganas de llorar, de llorar lágrimas de gozo. Yo sabía que eso existía, porque una vez mi madre dijo que lloraba de alegría, que era la emoción, pero nunca lo había experimentado.
Hasta esa edad, me había emocionado una polka que decía: «Corre la troika veloz por la noche glacial. Corre, corre, corre que ya va a llegar». Y yo imaginaba una inconmensurable llanura nevada, rayada por un trineo tirado por perros de fantasía.
También, la canción «Aurora», el Himno Nacional, las marchas militares. Los boleros y todos esos tangos cuya letra no terminaba de entender, como ese que dice: “Fue a conciencia plena que perdí tu amor. Nada más que por salvarte. Sol de mi vida: fui un fracasao y en mi caída, busqué dejarte a un lao. Porque te quise tanto, tanto que al final, para salvarte solo supe hacerme odiar”.
Esa música que buscaba la encontré un día en el Concierto del Mediodía de Radio Nacional. ¡Al fin!
De allí a la fecha, la música melódica, el jazz y el tango, pero principalmente la mal llamada clásica o académica, instrumental, cantada, por solistas o coros, está en mis oídos y en mi corazón día tras día.
Conozco a Andrés desde nuestros pininos en periodismo, allá por fines de los 60. En Los Andes, una redacción llena de talentos y que, para gran sorpresa y felicidad, hablaban con nosotros, asustados grumetes y nos daban pautas muy valiosas. Algunos de ellos eran escritores, Antonio Di Benedetto, Alberto San Martín o artistas: “Toti” Rossi, doctorado en Teatro en La Sorbona, Alfredo Dono, fundador de coros. Y grandes periodistas: Jorge Bonnardell, Daniel Prieto “El Ciego” Oliva “Quico” Ferrari, Luis Felipe Anzorena ¿Te acordás Andrés? No menciono a más muchachos, para nosotros en aquellos días importantes señores, sabios maestros, porque, como decía la bruja amiga de Inodoro “Me olvidau”.
Desde un sitio en el que ambos habitamos sin vernos, apenas saludándonos por las veredas, sin conversar como antes, te escribo. Atrás quedó la grata sorpresa que me deparó tu crítica a mi primer libro “De bichos y tiroteos” en tu espacio de Arte y Espectáculos de Los Andes. Lo mío, obra casi de un diletante, mezcla de noticias y ficción ¿Te acordás Andrés? Hoy seguimos en el mundo que elegimos. Cada tanto llegamos a puertos, como vos ahora con “El Gran Ausente” luego de larga navegación en un mar que más de una vez pone a quienes lo surcan al borde del naufragio: el imperioso océano del periodismo.
Bueno…como se dice en las charlas…basta de follaje, pasemos al árbol, tu novela. Después, si te place, seguimos en la calesita de las añoranzas.
Lo primero que emana de “El gran ausente”: sorpresa intensa. Estamos ante una obra redactada con elementos difíciles de unir, convertidos en literatura pulcra, impecable, inteligente. Lo hecho, denota un gran oficio por parte del autor. El tema, ardua base: los años 50. Abordar esos tiempos idos presupone un riesgo grande que implicaría como resultado una prosa densa, pesada, llena de enormes autos con formas redondeadas, chicas con melenas y peinados iguales a los de Rita la traidora, señores con sombreros y la curatería y pacatería (lo uno por lo otro) embretando a todos.
Y eso no ocurre. Andrés Cáceres, autor del inolvidable cuento “Tom Voyeur” le infunde a su obra de 500 páginas, un aire de vida que transforma a sus personajes en seres enteramente creíbles. Es lo que se siente al conocerlos a ellos, moviéndose en un ámbito que apenas si salía del blanco y negro. Es que los chicos y grandes de los 50 eran más intensos. Sin Internet ni televisión, ni pichicatas benignas o de las otras. Apenas una cerveza con Crush o Cuba Libre (ya más grandes). Eso si. Radio. Y cine, mucho. Niños duros. Que pensaban…no les quedaba más remedio. Eran dueños de la imaginación. Ese don no les llegaba como ahora predigerido y desde estamentos de poder.
Recrear los rigurosos climas de esos tiempos no es sencillo. Algunos intentos han llegado a páginas quejumbrosas y aburridas. Cáceres, como experto amasador del arte, le infunde juego a su obra. Un casi imperceptible descenso de lo lúdico. Mezcla realidades distintas, como los chicos, en una sola acción. Y eso sorprende. E ilustra a los jóvenes. Y a los veteranos, les llena el alma de alegría. Uno camina por la novela al lado de mujeres que casi pueden ser vistas de cuerpo presente, en sus luchas fatalmente perdidosas, contra una sociedad castradora e hipócrita. Retumba en el interior de cada uno el viento de rebeldía que mueve a los niños.
Lo máximo, el placer, las sorpresas reiteradas: el orbe entero que se nos viene encima con los “boletines” radiales. Una suerte de capítulos dentro de los capítulos. Los hechos salientes de esa Mendoza y del mundo que la contenía, ya todo desaparecido, algo asombroso, ilustrador para los que llegaron más recientemente a este valle de lágrimas. Los pibes de esos días, de frágil contemporaneidad para la historia, según Arnold Toynbee, quedamos extasiados. Primero por la impecable elección de títulos de noticias, anticipos que dicen todo. Otra, por el arduo trabajo de investigación que presupone el ordenamiento coherente de ese material semi sepultado, como las voces de Alberto Castillo y Paul Anka o los vibratos de Eva en el balcón.
Cáceres, con esos espacios radiales, unidos y separados a la vez de la acción que se desarrolla en veredas y casas, con jovencitos capaces de contestar atrevidamente a las bromas: “Bajalos a tomar agua” clara burla a las prendas cortas que usaban obligadamente esos críos de antes. Pequeños, luego ingenuos adultos, llenos de ideas piadosas para con sus semejantes. Los chicos de los 50, contestatarios, de treinta años en los 70 (poco más o menos), se convirtieron en pasto de cárceles clandestinas, asesinados y privados de la mínima dignidad que la muerte presupone. En el mismo balcón de la Eva, aparecieron, floreándose, tiranos vestidos con ropajes que el pueblo pagó. Derrocadores consuetudinarios de gobiernos republicanos. Aún llaman desde el presidio a sus pares para que se alcen en armas contra el pueblo, armas que también pagamos nosotros, la gente. Autor, perdón por la digresión. El tema es vuestro impecable libro.
Habilidad de escriba tiene Cáceres. Con un atributo no muy frecuente: la instalación de un despejado prodigio. No se transforma en un narrador omnisciente, un demiurgo convocador de fantasías sobrenaturales, como las novelas de caballería del 1500, una suerte de folletines populacheros y pedestres que enfurecían al autor de El Quijote. Tampoco convoca a un “deus ex machina”. Mezcla su infancia con la de niños vecinos. Acaso exacerba situaciones como el doliente rol de la mujer en esos 50. Recordémosla: minimizada, presa de una falsa moral, impedida de usar pantalones (eran cosa de hombres) de fumar (ídem) “Durábamos, como muebles de una casa. Algo más que un objeto, porque hacíamos de comer, teníamos hijos, dábamos placer. Vivíamos al margen de la política, aunque movíamos núcleos de la sociedad: las familias. “Éramos silentes mulas en oscuro segundo plano” según recordó una señora de ese otro mundo. Si las mujeres solteras de su libro (de Andrés) sufrían más que las de mi calle Salta al 1400, en el barrio de los cines, puede ser real. Si es una licencia del creador, vale. Si así la pasaron de verdad, pobrecitas…
Y me fui por las ramas como un Tarzán radial de los 50, amigo de Comangani y del elefante Tantor. Con una versión infantil que nos llenaba de envidia “Tarzanito” un cara de tonto llamado Oscar Rovito. De nuevo con el prodigio. Es difícil para el escritor de hoy instalar ese elemento en sus obras. Es algo escaso. Desde hace mucho, desde la aparición de la madre de las novelas modernas “El Quijote” repleta de maravillas. O “Moby Dick” con el mal tradicionalmente tenebroso, transformado en alba y gigante ballena. O “Cien años de soledad” (50, según Borges, ya que con la primera mitad alcanzaba, dijo) donde aparece una barra de hielo en un paisaje que nunca conoció al frío: el trópico y los habitantes de esa tierra se asombran. Y el lector también, por la búsqueda devenida en prodigio, empleada por el autor.
Que ese cosmos de Cáceres adquiera a lo largo de medio millar de páginas consistencia, atractivo, que ilumine imágenes. Que despierte toda conmiseración posible por el dolor de personajes (entes sin vida real), o alegría, por sus dichos, pensamientos, desventuras. Que nos traslade a los años donde la historia argentina giró con cruel ángulo hacia la inauguración de genocidios (la Revolución Libertadora, llamada también “fusiladora” o “bombardeadora de civiles”). Que Andrés, excelente, inspirado y prolijo escritor nos abra la puerta hacia otra ciudad, otros humanos y que, simultáneamente, ese lugar sea Mendoza. Que sus niños, ahora muy lejos de los pantalones cortos, los que quedan, revivan esos tiempos. Que los más jóvenes se sumerjan de lleno en esa creación que el literato propone, por sus atractivos, por su “hacer pensar”, todo, todo eso, es un gran prodigio.
Andrés Cáceres convive con el arte en Mendoza. Su casa, la misma donde lo recibieran sus padres al nacer, es un museo habitado por las pinceladas de hombres y mujeres dedicados a embellecer el mundo. En la entrada, dos filas de esculturas que reconoce a la perfección. Enredados en las paredes, la obra del mendocino Julio César Ovejero radicado en España desde hace años, del maestro Luis Quesada, del prolífico José Bermúdez, del afamado Víctor Delhez o del lasherino para siempre Alfredo Ceverino. También la imagen robusta de una figura salida de las manos de Vivian Magis y un revuelo de nombres que a su recuerdo vuelven entrañables e intactos.
Andrés está ahora jubilado. Atrás quedaron los días de cierre obligado de cuando escribía las críticas de artes plásticas y literatura locales para este diario, impulsado por el entonces subdirector Antonio Di Benedetto. O las corridas a las que se vio expuesto durante 45 años en diversas áreas de la administración pública cuando trabajaba como responsable de prensa. Al periodismo cultural recurre de vez en cuando en un tiempo que alterna con la vida en familia, la música clásica y la comunión a la que arrastró a su teclado hace diez años, cuando sin saberlo bien cómo y hasta dónde pobló el vacío de un ausente: “El gran ausente”. Dos niños índigo en la Argentina de Perón y la Libertadora”.
A amasa unos bizcochos que llegarán más tarde con una taza de café. “Fueron diez años de trabajo”, comparte, que escribió cuando pudo mie y trabajaba, y en los momentos libres desde que disfruta del retiro profesional. La historia parte del relato de Nito, un niño superinteligente perteneciente a una familia de clase media, peronista y católica en las décadas del ´40 y del ´50 en Mendoza. En primera persona, el pequeño al principio y el adulto después formará su visión del mundo, tan ligada al desprecio por la injusticia social como a derribar la existencia de un Dios impuesto contra toda voluntad.
En un esfuerzo por dotar a la novela de un realismo que para Cáceres resultaba necesario, se sumergió en la Biblioteca General San Martín y en el Archivo del Diario Los Andes hasta dar con el material preciso que lo anclara a lo acontecido: noticias de la época, discursos de Perón y hasta las publicidades que por entonces circulaban a pesar de su furia. La radio comunicaba el resto y así el niño abría las primeras ventanas a un mundo habitado por una curiosidad insaciable.
La vida de Nito es en gran parte la historia de Andrés, hijo de un italiano angustiado y de una almacenera huérfana que buscaba la belleza en lo cotidiano. Peronistas por convicción, aunque con diferencias por parte de algunas de sus hermanas, la familia Cáceres tuvo agua por primera vez gracias a Evita. “Es lo más vitalista que has escrito hasta ahora”, fue la devolución del escritor Luis Villalba; “Novela política e histórica. El gran ausente pinta una época y la pinta íntima”, sostuvo Julio Rudman luego de recorrer las 460 páginas editadas por Dunken.
–¿Quiénes son los dos niños a los que se refiere en la novela?
– Nito soy yo y Jorge Aníbal es mi hermano que se suicidó a los 19 años. A ese pendejo atrevido no le interesaba la vida para nada… En cuanto a Nito, más que ser yo es quien hubiera querido ser de pequeño. Además, teníamos seis hermanas: una bien gorila, otra progresista, otra interesada en la religión, otra en filosofía y así, con todas las ignorancias y los prejuicios de la época, ¿no? Siento que nos tocó un barrio bien particular, porque a 100 metros había extranjeros y a esa inmigración hago referencia en la novela, cuando noto el sufrimiento del desarraigo. Y frente a esos departamentos había una Unidad Básica Peronista, a la que teníamos prohibido ir a pesar de ser peronistas, ya que gracias a Evita tuvimos agua corriente, pero yo iba igual, a escondidas.
-¿Cómo vivió estos diez años de escritura?
-En el camino fui escribiendo otras cosas, algunas cortas, incluso publiqué Ritual de la Memoria en 2004, un poemario dedicado a Madres de Plaza de Mayo. Con la novela seguí a ponchazos intentando sortear un problema difícil de resolver para el escritor: la continuidad de tiempo, para lo cual se necesita entrar en clima y recordar muy bien lo escrito anteriormente, para no cometer equivocaciones. Cuando me jubilé, hace cinco años, pude dedicarme full-time a la novela. Cuando terminé sentí mucha angustia y el temor de que el resultado no sirviera para nada. Fue entonces que se la di a leer a mis amigos y cuando Fernández Cordón me dijo que era una gran novela y luego se la pasé a Rudman y la recepción fue positiva, me quedé más tranquilo.
¿En qué trabaja actualmente?
Estoy buscando un nuevo paradigma ético mediante la toma de pelo de las creencias, entonces me imagino que Dios habla consigo mismo y se admira y se horroriza de lo que dicen los religiosos que él les ha dicho. Después empiezo a juntar en el supuesto cielo a Perón con Borges, por ejemplo, en una especie de ensayo paródico.
-¿A qué hace referencia el título: El gran ausente?
-El gran ausente surge por la bronca que en un principio le tenía a mi padre, a quien no lograba entender. Él estaba ausente porque estaba ausente de sí mismo; jamás volvió a Italia ni a ver a su gente. Cuando murió fui consciente de la angustia de haber vivido toda su vida, luego de que lo dejara su primera mujer y no volviera a ver a sus hijos de ese matrimonio -salvo uno-. Mi padre vivió en Buenos Aires, se jugó todo, quedó en la calle y cuando se dedicó a vender bebidas conoció a mi mamá, menor de edad y pretendida por su cuñado. Entonces la raptó, la trajo a Mendoza y la dejó al cuidado de un paisano. A los 18 años mi mamá le envió la trenza que se había cortado para comprometerse con él.
-¿Cómo vivió el peronismo su familia?
-Con mucha alegría, con mucha esperanza, pero no en forma homogénea. Una de mis hermanas repetía las barbaridades que le decía su patrón y que se hablaban en la época. Cuando Perón se puso contra la Iglesia le dijeron degenerado, comunista, que sacaba sangre a los niños negros para ponerse porque tenía leucemia. Después cuando cae fue tal la propaganda que empezaron a mostrar todo lo negativo, no se podía mencionar a Perón, no se podía mencionar a Evita, y eso caló mucho en la sociedad.
-¿Y en usted?
-Yo empecé a ver todo lo que me hubiera gustado que hiciera, aunque hizo bastante: hambre cero, analfabetismo cero, reforma agraria, nacionalización de la banca y Estado laico. Fue así que me metí en el Partido Comunista buscando soluciones, aunque a poco menos de cumplir un año ahí, me fui.
-¿Tenía los recuerdos frescos de su historia y la de su familia?
-Tenía todo muy fresco y si bien los hechos son reales, muchos de los diálogos son conjeturales. Muchas veces lloré como loco recordando el pasado, sobre todo en relación a mi padre y a la ausencia de Dios, porque yo era muy creyente. Aunque también disfruté del proceso, sobre todo escribiendo la parte en la que me refiero a la música y a las charlas peliagudas con mi hermano, con quien hablábamos de filosofía, teología y psicología. Yo terminé no creyendo y él murió creyendo; él creía en la inmortalidad del alma y yo lo pongo en duda.
-¿En qué cree usted?
-Yo me pregunto lo siguiente: si Dios creó el mundo, quién lo creó a él, una pregunta inadmisible para una respuesta que no existe. Entonces me voy a Sartre, que me da una mínima certeza: si Dios existe o no, no interesa, lo importante es que no interviene. Y quizás sea esa su máxima sabiduría: no intervenir.
-¿Qué le ocurrió después de Frondizi, periodo en el que termina la historia de la novela?
-Me metí en los grupos de tarea del peronismo y al notar que ellos tenían una preparación que yo no, me metí en Ciencias Económicas. Como no me gustó, alguien me invitó a que fuera a las clases de Filosofía y Letras que se daban en la calle Las Heras al 400. Fui y al escuchar una clase de literatura del profesor Ruiz Díaz, me di cuenta que ahí estaba mi camino.